Adiós, Maspalomas
José A. Alemán
Si les digo la verdad, no me sorprende que las dunas de Maspalomas estén en trance de desaparición. Forma parte del proceso de degradación general de la isla. El otro día me acerqué al valle de Mogán y prefiero no contarles. Ya hace tiempo que ni me planteo la contradicción de que el crecimiento turístico se haga a costa de la misma Naturaleza utilizada de reclamo. A nadie parece importarle. Lo de Maspalomas, como lo de Mogán, como lo del istmo de La Isleta -que ya cuenta con dos hitos en Woermann y en el mamotreto de El Muelle- o lo de Vegueta, por no extenderme demasiado, son el resultado de la tierra quemada que han tolerado desde siempre unos mandarines en los que no sé si predomina la codicia, la insensibilidad o la incultura; o todo a un tiempo con el resultado de la paulatina asfixia de la gallina de los huevos de oro de nuestro patrimonio natural y urbano. Pero cualquiera les dice nada.
No hace mucho, un experto en turismo advertía que la creciente y agresiva competencia de otros destinos podría crearle a las islas -concretamente a Gran Canaria- problemas importantes. Dijo que si bien Marruecos no está aún en condiciones de batirnos, lo estará en diez o quince años; con la colaboración, añadiría yo, de los mandarines y los capitales que antes nos han depredado a nosotros y ya huronean ahí enfrente. Nada tengo, comprenderán, contra que Marruecos busque sus vías de desarrollo; pero sí contra las barbaridades que continúan perpetrando aquí quienes el día menos pensado se irán allá. Que un espacio protegido por ley como es el dunar de Maspalomas haya llegado al punto de su desaparición irreversible da idea de lo que hay, no le den más vueltas.
Lo de Maspalomas no es un fenómeno natural. Es fruto de la ignorancia elevada a rango de categoría y sostenida en los últimos cuarenta o cincuenta años. Desde que se diera de lado al planeamiento urbanístico inicial de Maspalomas, Costa Canaria, rápidamente corregido por la especulación feroz. Todavía recuerdo el cabreo de los urbanistas franceses ganadores del concurso cuando vinieron a ver cómo iba lo que ellos diseñaron y se encontraron con las primeras construcciones; las de San Agustín, me parece. Cuanto hoy ocurre ya se preveía en los escritos de los años 60. No por especial lucidez de los escribidores sino porque muchos detectaron ese brillo especial en los ojos de los especuladores de entonces que resultaron ser niños de teta respecto a los de hoy.
Me ha parecido entender que lo de Maspalomas es irreversible. Está a punto de liquidarse una pieza importante de nuestro patrimonio natural. Otra más. Si lo de Los Tilos de Moya pretenden arreglarlo poniéndole riego -¡manda huevos!- imagino que a alguien se le ocurrirá organizar convoyes de arena de Las Canteras, que por lo visto da mucho de sí, para restaurar repechos. Se ha practicado con Maspalomas, con la isla toda, una contabilidad que no sé si llamar torcida o perversa al no incluir en el balance de resultados, en el capítulo de costes, el daño a la Naturaleza, la destrucción del patrimonio natural. Como quien tala un bosque y anota en sus beneficios la mayor cantidad de madera producida y habla de crecimiento económico sin tener en cuenta el daño a los habitantes de la zona, a las especies animales, al suelo vegetal y al planeta en su conjunto con devastaciones como, por ejemplo, las de la Amazonia. Dicen que, contra los expertos que hablan en estos términos, hay otros que dicen lo contrario, que le restan importancia y trascendencia a la actividad humana desmadrada. Hay gente para todo, ya saben. No quiero herir sensibilidades indicando que el crecimiento no conlleva hoy, necesariamente, mayor bienestar. Se me ocurrió decirlo no hace mucho, a cuenta del crecimiento y el bienestar que Soria nos promete con las torres del istmo de Santa Catalina y hay que ver cómo se pusieron algunos. Si alguien cree que la desaparición de las dunas de Maspalomas proporciona bienestar, está en su derecho. Para qué discutir.
Si les digo la verdad, no me sorprende que las dunas de Maspalomas estén en trance de desaparición. Forma parte del proceso de degradación general de la isla. El otro día me acerqué al valle de Mogán y prefiero no contarles. Ya hace tiempo que ni me planteo la contradicción de que el crecimiento turístico se haga a costa de la misma Naturaleza utilizada de reclamo. A nadie parece importarle. Lo de Maspalomas, como lo de Mogán, como lo del istmo de La Isleta -que ya cuenta con dos hitos en Woermann y en el mamotreto de El Muelle- o lo de Vegueta, por no extenderme demasiado, son el resultado de la tierra quemada que han tolerado desde siempre unos mandarines en los que no sé si predomina la codicia, la insensibilidad o la incultura; o todo a un tiempo con el resultado de la paulatina asfixia de la gallina de los huevos de oro de nuestro patrimonio natural y urbano. Pero cualquiera les dice nada.
No hace mucho, un experto en turismo advertía que la creciente y agresiva competencia de otros destinos podría crearle a las islas -concretamente a Gran Canaria- problemas importantes. Dijo que si bien Marruecos no está aún en condiciones de batirnos, lo estará en diez o quince años; con la colaboración, añadiría yo, de los mandarines y los capitales que antes nos han depredado a nosotros y ya huronean ahí enfrente. Nada tengo, comprenderán, contra que Marruecos busque sus vías de desarrollo; pero sí contra las barbaridades que continúan perpetrando aquí quienes el día menos pensado se irán allá. Que un espacio protegido por ley como es el dunar de Maspalomas haya llegado al punto de su desaparición irreversible da idea de lo que hay, no le den más vueltas.
Lo de Maspalomas no es un fenómeno natural. Es fruto de la ignorancia elevada a rango de categoría y sostenida en los últimos cuarenta o cincuenta años. Desde que se diera de lado al planeamiento urbanístico inicial de Maspalomas, Costa Canaria, rápidamente corregido por la especulación feroz. Todavía recuerdo el cabreo de los urbanistas franceses ganadores del concurso cuando vinieron a ver cómo iba lo que ellos diseñaron y se encontraron con las primeras construcciones; las de San Agustín, me parece. Cuanto hoy ocurre ya se preveía en los escritos de los años 60. No por especial lucidez de los escribidores sino porque muchos detectaron ese brillo especial en los ojos de los especuladores de entonces que resultaron ser niños de teta respecto a los de hoy.
Me ha parecido entender que lo de Maspalomas es irreversible. Está a punto de liquidarse una pieza importante de nuestro patrimonio natural. Otra más. Si lo de Los Tilos de Moya pretenden arreglarlo poniéndole riego -¡manda huevos!- imagino que a alguien se le ocurrirá organizar convoyes de arena de Las Canteras, que por lo visto da mucho de sí, para restaurar repechos. Se ha practicado con Maspalomas, con la isla toda, una contabilidad que no sé si llamar torcida o perversa al no incluir en el balance de resultados, en el capítulo de costes, el daño a la Naturaleza, la destrucción del patrimonio natural. Como quien tala un bosque y anota en sus beneficios la mayor cantidad de madera producida y habla de crecimiento económico sin tener en cuenta el daño a los habitantes de la zona, a las especies animales, al suelo vegetal y al planeta en su conjunto con devastaciones como, por ejemplo, las de la Amazonia. Dicen que, contra los expertos que hablan en estos términos, hay otros que dicen lo contrario, que le restan importancia y trascendencia a la actividad humana desmadrada. Hay gente para todo, ya saben. No quiero herir sensibilidades indicando que el crecimiento no conlleva hoy, necesariamente, mayor bienestar. Se me ocurrió decirlo no hace mucho, a cuenta del crecimiento y el bienestar que Soria nos promete con las torres del istmo de Santa Catalina y hay que ver cómo se pusieron algunos. Si alguien cree que la desaparición de las dunas de Maspalomas proporciona bienestar, está en su derecho. Para qué discutir.
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Honorio Galindo -