Construye, que algo queda
José H. Chela
CanariasAhora.com, 6-8-2006
Que algo queda alrededor, quiero decir y, aunque más bien, sea poco. Y ese es el problema. Desde un punto de vista estrictamente aritmético parece lógico que en un Archipiélago cuya población ha aumentado de manera considerable durante los últimos lustros, la edificación haya crecido en una proporción aproximadamente similar. En algún sitio tiene que vivir la gente, en algún lugar han de habitar los nuevos isleños -de nacimiento, de adopción, de necesidad, de vocación, ¿por qué no?-. Y desde esa perspectiva, el incremento, en quince años, de la construcción de viviendas en un cincuenta y cinco por ciento -tal como se informaba en una noticia de ayer mismo- no parece ni alarmante ni exagerado. Responde a la ley de la oferta y la demanda.
Otra cosa es cómo se edifica y dónde se edifica. Y, al margen de que existan muchísimas viviendas destinadas a segunda residencia construidas en terrenos protegidos por la normativa en vigor (normativa que pretenden saltarse a la torera algunas instituciones como el cabildo herreño o el Parlamento de Canarias) y que no sé si están contempladas en la estadística de marras, lo cierto es que, con una constancia pertinaz y contumaz, se cometen en nuestro suelo auténticos atentados al buen gusto y verdaderos crímenes urbanísticos contra el paisaje y el medio ambiente.
El hormigón y el cemento están devorando unos territorios preciosos para la agricultura (¿cómo puede extrañarnos, luego, que el sector primario sólo signifique el cuatro por ciento de nuestro producto interior bruto?) y usurpando las áreas de antiguos vergeles. Una Comunidad que vive del turismo, o sea de la naturaleza y de sus bellezas paisajísticas, ¿puede permitirse esta especie de suicidio a medio plazo, destruyendo sistemáticamente algunos de los atractivos en los que fundamenta la mayor parte de su economía?... Contamos también, eso sí, con el clima, pero me gustaría averiguar hasta que punto influye en el cambio climático que estamos padeciendo la desaparición de bosques y montes y la pérdida progresiva de zonas verdes, de masa forestal, de riqueza arbórea... Ayer mismo estuve, después de tres años de no pasar por allí, en Icod el Alto, un pueblito del norte tinerfeño al que se accede a través de una carretera que permite la visión de una panorámica distinta del Valle de La Orotava (no la habitual, la de las tarjetas postales). Y me llevé un susto tremendo. Es desde esa atalaya serpenteante desde donde mejor se aprecia el desaguisado que se está cometiendo en aquella zona, hasta hace poco bellísima y privilegiada. Aunque ese Valle no sea más que un ejemplo concreto de lo que está ocurriendo en todas las Islas.
Vale que sea preciso enfrentarse a las necesidades vitales de una población creciente. Pero, valga también que eso se haga con un mínimo de sensatez, con la vista puesta en el futuro y con las miras suficientes como para garantizar un porvenir viable a las nuevas generaciones. Visto lo que se ve, ese cincuenta y cinco por ciento sí resulta descabellado, pero sólo por cómo se ha hecho. Por cómo se ha permitido hacer. Cuando me vuelvan a hablar nuestros queridos gobernantes -en todos los ámbitos de gobierno- del famoso desarrollo sostenible les voy a dedicar un más que merecido corte de mangas. Palabra.
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