Urbanismo y Democracia
Manuel Ayús, Jorge Olcina y Manuel Alcaraz
El País, 26 octubre 2005
En los últimos meses, asistimos a una saludable novedad en el País Valenciano: a cada propuesta de gran operación urbanística que atenta contra el sentido común y las reglas básicas de un urbanismo democrático, se le opone una movilización social más o menos potente y crítica que intenta quebrar la lógica gris de la especulación sin límite y del enriquecimiento instantáneo. Son -somos- movimientos dispersos e inarticulados, porque han nacido a pie de calle, del amor a los horizontes conocidos, de la exigencia de respeto por lo público y en defensa de la dignidad de nuestras ciudades. Si en esto son iguales, o, al menos, similares, también encuentran un campo de coincidencia en las réplicas que suelen recibir de los poderes de cada municipio: las Plataformas y sus componentes serán acusados de tener intereses ocultos, de estar manipulados o de impedir el desarrollo de la economía local.
Y, sin embargo, estas Plataformas, con su variada gama de acciones y reclamaciones, están dando muestras de una mayor coherencia de la que muestran las formaciones políticas, en especial el PP y el PSPV-PSOE, desgarrados internamente al discutir planes urbanísticos, ofreciendo con ello la imagen de una incapacidad absoluta para imponer la disciplina interna o, lo que es más importante, de disponer de modelos sostenibles, respetuosos con la ciudad, interiorizados por sus militantes y cargos públicos. De ello se derivan dos realidades. La primera es que las alianzas sociales que estas Plataformas pueden establecer son de geometría variable, en la medida en que en cada lugar las posiciones que sostiene cada partido son tan opuestas como contradictorias, en función de si se encuentra o no en el gobierno o en la oposición, e, incluso, de las relaciones e influencias trabadas con los constructores de turno. La segunda es más importante y afecta a la médula misma de la vida democrática y hasta de la propia convivencia. En efecto, la existencia de un amplio mapa de confrontaciones políticas apunta a un cierto renacimiento de una sociedad civil, todavía muy débil, pero suficientemente importante como para haber quebrado la resignada pasividad que, durante años, ha sido la coartada que ha permitido el triunfo del capitalismo de municipio, con su tendencia al oligopolio y al establecimiento de oscuras componendas entre el poder político y el económico en todo el País Valenciano.
Pero todo ello será ineficaz si no somos capaces de analizar cómo estas dinámicas tan depredadoras que ahora empiezan a ser cuestionadas están afectando a la propia convivencia democrática, a la herencia misma que sobre el sistema político estamos dejando, mucho más allá de los quebraderos de cabeza que brindan a los dirigentes de los principales partidos. Se trata, por tanto, de intentar una -provisional- caracterización de esa degradación democrática que el actual modelo neodesarrollista está alimentando. Desde este punto de vista, al menos, cabe advertir:
1.- El modelo genera en su conjunto, a medio y largo plazo, poderosos desequilibrios sociales que alteran los presupuestos igualitarios y no discriminatorios en los que se basa la democracia. Tiende a fragmentar la sociedad, identificar los sectores subordinados perpetuando su condición socioeconómica y propician la aparición de bolsas de marginalidad y espacios de segmentación social de los ciudadanos, según sus posibilidades de acceso a la vivienda o su capacidad de hipotecarse. Estamos ante un modelo, que, lejos de hacer ciudad, las deshace, y ante todo, deshace la ciudadanía, al fragmentarla y aislarla. Y a su insostenibilidad medioambiental, se suma una inestabilidad social que se verifica en la edificación de escenarios para la desintegración y la disolución de las redes sociales preexistentes.
2.- El urbanismo de promotor ha conseguido tener su correlato político: los nuevos caciques. Los principales promotores -individuales o societarios-, al controlar espacios cada vez más grandes de las poblaciones, controlan también sus tiempos y se reclaman propietarios de trozos de ciudad y de la ciudadanía al ser los únicos con capacidad para gestionar su futuro. En aspectos básicos de la vida local, la función de las instituciones y, especialmente, de los ayuntamientos, se vuelve tendencialmente irrelevante, lo que aún se pone más en evidencia cuando los PAI se sacan de los PGOU. Los promotores son los únicos empresarios que, en muchos lugares, están en condiciones reales de extorsionar a la ciudad y a sus poderes públicos con argumentos como la creación de un empleo inconcreto, la urgencia de vivienda barata imprecisa o la construcción de dotaciones difusas. Para ello, en muchos casos, la primera tarea de los constructores consiste en construir mayorías municipales a la medida de sus intereses.
3.- La confianza en las instituciones se desmorona: se difunde una cultura de la sospecha. Es tal el volumen de dinero que corre en las operaciones inmobiliarias y tan perversa la utilización de normativas, que los ciudadanos no pueden por menos que desconfiar de los políticos que autorizan tales actuaciones. Ante ello, se generaliza una profunda desmoralización, en sentido estricto: las cuestiones relativas a la ética pública son sustituidas por los informes técnicos, de tal modo que "lo que es posible, es inevitable, y lo que es inevitable debe ser bueno o mejorable". Se implanta así un clima de resignación en medio de un darwinismo social, que se traduce en un "sálvese el que pueda" que propicia la división social, la quiebra de la autoestima ciudadana y un "todos son iguales", auténtico veneno del sistema democrático. La herencia que todo ello deja no está siendo suficientemente valorada.
4.- Por supuesto, la corrupción existe, aunque casi siempre sea imposible de probar, junto a fenómenos concomitantes como el blanqueo de dinero o la exigencia de pago en "dinero negro". Y como muchos de los promotores intervienen también en la obra pública, medran los proyectos incumplidos o la necesidad de reformas abusivas que encarecen el precio inicialmente aprobado. Todo ello puede sostenerse por la potencia económica de poderosos bien arropados por gabinetes jurídicos preparados para aguantar pleitos, que desanimen al contrincante. Se cierra el círculo: si se aprecia un deterioro de lo social y democrático inscritos en la Constitución como rasgos esenciales del Estado, el Estado de Derecho, materialmente, también hace crisis en su encuentro con unos poderes superpuestos a la lógica constitucional.
La solución a esta situación no pasa, únicamente, por reformas en la legislación urbanística, aunque éstas sean absolutamente imprescindibles. Hace falta, ante todo, que las fuerzas políticas reelaboren un discurso integral, radicalmente democrático, que incluya cambios que vayan desde el funcionamiento mismo de los ayuntamientos a las medidas de control y penalización, del respeto a la participación ciudadana a la exigencia de responsabilidades a quienes perviertan su mandato público al servicio de estas operaciones. Y, también, sobre todo, que esas fuerzas políticas, en estrecho diálogo con la sociedad civil que ya no estará quieta, sean capaces de recuperar una de sus funciones básicas en democracia: asumir un liderazgo moral, un liderazgo cimentado en la transparencia y en la definición nítida e inequívoca de las intenciones.
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