Más de palmeras
José A. Alemán
CanariasAhora.com, 13-8-2004
El asunto de las palmeras de la calle Torres Quevedo, en los aledaños de Las Canteras, está dando mucho de sí. Ya alcanza el grado de cuasi esperpento. Resulta que Luzardo prometió el palmericidio cuando fue por allí en plan de candidata a alcaldesa y que les pareció muy bien a vecinos y comerciantes. Pero, una vez perpetrado el desmán de eliminarlas y ante las protestas vecinales, se asegura que la actuación fue a solicitud de los empresarios, quienes, a su vez, juran que no esperaban tan drástica atención a sus requerimientos.
La excusa de privar a delincuentes y drogotas de refugio en semejante espesura ha perdido fuerza, pues, y no me extrañaría que pronto cargaran las tintas sobre las cucarachas y los ratones que, al decir, anidaban en las pobres palmeras; que, encima, para mayor descaro, no pertenecían a especie protegida, delito que han pagado con la vida. Argumentación peligrosa, vive Dios, porque, que yo sepa, tampoco Antonio Naranjo, concejal responsable de la tala, disfruta de protección. Ni animal ni política. Sus propios compañeros del gobierno municipal se han escaqueado de mala manera. No lo han descalificado, pero tampoco justifican su actuación.
El resultado, el mismo de siempre: la ciudad se ha quedado con unas cuantas palmeras menos y que les quiten lo bailado a los munícipes, confiados en que pronto se olvidará el alboroto y nadie se irá a paseo. Lo importante era que los camiones no encuentren impedimentos en su acarreo de materiales de construcción y de retirada de escombros. Si calzan por laderas y barrancos al completo, para azulejearlos de cumbre a costa, no van a pararse por una docena de matos.
Con semejante furor arboricida municipal, casi me creo la tesis de un amigo que lo atribuye a la privatización del servicio de jardines. Según él, los árboles se plantan una vez y necesitan cuidados permanentes, por lo que no resultan tanto negocio como la instalación de jardineras con plantas que han de reponerse cada cierto tiempo. La rotación de la mercancía, ya saben. Una idea que se ajusta lo suyo a la filosofía municipal de considerar los árboles piezas de mobiliario urbano. Sólo las tribus primitivas consideraban al hermano árbol un ser vivo al que debían respetar y pedirle perdón y hasta ofrecerle sacrificios si se veían en el trance de derribarlo o amputarle alguna rama. O blandían el hacha ante los frutales en son de amenaza para advertirles de que los cortarían como no dieran buena cosecha. Pero, en fin, para qué darles a los munícipes argumentos para concluir que respetar los árboles es de salvajes con taparrabos.
CanariasAhora.com, 13-8-2004
El asunto de las palmeras de la calle Torres Quevedo, en los aledaños de Las Canteras, está dando mucho de sí. Ya alcanza el grado de cuasi esperpento. Resulta que Luzardo prometió el palmericidio cuando fue por allí en plan de candidata a alcaldesa y que les pareció muy bien a vecinos y comerciantes. Pero, una vez perpetrado el desmán de eliminarlas y ante las protestas vecinales, se asegura que la actuación fue a solicitud de los empresarios, quienes, a su vez, juran que no esperaban tan drástica atención a sus requerimientos.
La excusa de privar a delincuentes y drogotas de refugio en semejante espesura ha perdido fuerza, pues, y no me extrañaría que pronto cargaran las tintas sobre las cucarachas y los ratones que, al decir, anidaban en las pobres palmeras; que, encima, para mayor descaro, no pertenecían a especie protegida, delito que han pagado con la vida. Argumentación peligrosa, vive Dios, porque, que yo sepa, tampoco Antonio Naranjo, concejal responsable de la tala, disfruta de protección. Ni animal ni política. Sus propios compañeros del gobierno municipal se han escaqueado de mala manera. No lo han descalificado, pero tampoco justifican su actuación.
El resultado, el mismo de siempre: la ciudad se ha quedado con unas cuantas palmeras menos y que les quiten lo bailado a los munícipes, confiados en que pronto se olvidará el alboroto y nadie se irá a paseo. Lo importante era que los camiones no encuentren impedimentos en su acarreo de materiales de construcción y de retirada de escombros. Si calzan por laderas y barrancos al completo, para azulejearlos de cumbre a costa, no van a pararse por una docena de matos.
Con semejante furor arboricida municipal, casi me creo la tesis de un amigo que lo atribuye a la privatización del servicio de jardines. Según él, los árboles se plantan una vez y necesitan cuidados permanentes, por lo que no resultan tanto negocio como la instalación de jardineras con plantas que han de reponerse cada cierto tiempo. La rotación de la mercancía, ya saben. Una idea que se ajusta lo suyo a la filosofía municipal de considerar los árboles piezas de mobiliario urbano. Sólo las tribus primitivas consideraban al hermano árbol un ser vivo al que debían respetar y pedirle perdón y hasta ofrecerle sacrificios si se veían en el trance de derribarlo o amputarle alguna rama. O blandían el hacha ante los frutales en son de amenaza para advertirles de que los cortarían como no dieran buena cosecha. Pero, en fin, para qué darles a los munícipes argumentos para concluir que respetar los árboles es de salvajes con taparrabos.
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